sábado, 11 de febrero de 2012

La fe, la caridad y la esperanza tienen su capital: LOURDES

Reportaje escrito por Manuel Lozano Garrido, Lolo, redactor enviado especial a Lourdes para Cruzada. Tres días viviendo el milagro.

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Creo que un periodista sólo puede salir airoso de Lourdes con el bagaje de un amplio testimonio. Por las avenidas, el calvario, las basílicas y la casa de Bernardette están diluidos muchos matices que es forzado captar para la misión justa de aquella evidencia milagrosa. Yo estuve allí y, plenamente, sólo viví lo esencial. Este preámbulo es, pues, la confesión de un fracaso profesional. Fui a Lourdes, pero apenas tengo la impresión de mi órbita estrecha, de mi humanidad inmovilizada. Fuera de mi arco radial queda la mayor parte de esos hechos que apenas conocí por su efecto en las caras de los demás, por aquella transformación asombrosa en la que se palpaba la gracia de Dios operando. Si ahora escribo es porque también de Lourdeshay que hacerlo con lágrimas y creo que allí, en la explanada del Rosario y bajo el rosal de la Gruta, quedaron las mías en abundancia.

Tras la barrera del Rall
El coche se había detenido en la Gran Vía y esperábamos la señal del semáforo. En la acera, un hombre hablaba del gol de Schiaífino y, más a la derecha, dos viejos celebraban el triunfo de la democracia italiana y la inminencia de la instauración De Gaulle. Al fondo, el neón parpadeaba con un cromatismo de farolillos de verbena. La vida seguía su curso triunfal. Atocha tenía aquella noche un aire de ciudad sanitaria en rosa. Banderas y "flash" posaban su caricia sobre las sienes con fiebre. Soldados de la Cruz Roja anticipaban los brazos musculosos y una sonrisa florecía sobre la blancura perfecta de las chicas de "Salus Infirmorum".

En realidad, aquella era una alegría caritativa. La verdad se alzó pronto, tajante y cruda, tras la barrera del raíl. Pendiente de la subida, apenas había podido captar otras incidencias que las de mi humanidad amenazada. De repente, ya colocado, levanté los ojos y vino el impacto.

Allí -cara afilada y ojos hundidos-estaba Antonio con sus dieciocho años y dos de poliomielitis, salido apenas de su pulmón de acero en el Hospital del Niño Jesús. También Sebastián, el retrasado mental que pedía con insistencia la llegada al Pilar; el artrítico, que coronaba ahora mis primeros siete años; Jesús, el atacado pulmonar y sus cuarenta y tantos compañeros de Valdelatas; el otro muchacho de la afección ósea, los cardíacos, cancerosos y esa nómina imprevista de doscientos noventa nombres.

Yo iba a Lourdes con la clave, al fin, de mi vida atormentada; pero, de pronto, el problema volvía a replantearse en aquella colectividad torturada, deformada hasta límites inverosímiles. Confieso que fue aquel el ataque más crudo, diría que más brutal, de todo el viaje, como un disparo directo en el alma que me horadó hasta pasado el amanecer. Si no fuera muy ostentoso, pensaría que aquella bien pudo ser una noche oscura.

"Vinimos -decían mis hermanos al despedirme- a pedir a Dios por tu viaje, pero viendo estos hombres y mujeres sería egoísta la oración por uno solo. No se nos olvida la mujer que hemos visto y la despedida de su marido, un obrero. Va en estado preagónico, con un cáncer de estómago y apenas alimentada con suero. ¡Qué fe, Dios mío!”

 Un reportaje escrito para “CRUZADA”
 por nuestro redactor enviado especial,
 Manuel Lozano Garrido, paralítico

Canta un retrasado
En el andén, sonó un silbido largo y la locomotora le hizo eco con su expansión bronca. Después, vino un estremecimiento, caminábamos. Una voz inició el Avemaría y todos le secundamos. El coro armonizaba con la fuerza de la esperanza. Sólo una voz desentonaba: Sebastián, el retrasado que balbucía torpemente su plegaria. Era un recitar monocorde, babeante, que debía conducir a la risa y que, en cambio, acongojaba sin regateos. Entre tanto, el Obispo pasaba trazando una cruz sobre la cabeza de cada uno.

Volvió el silencio y las luces, una a una, empezaron a recogerse. Sólo brillaba el parpadeo de los pueblos en ruta. Era la hora callada de los ángeles de dolor. Alguna enfermera acomodaba un almohadón y los Hermanos de San Juan de Dios montaban vela junto a las camillas.

Cristo, blanco y negro   

La madrugada se anunció con el estallido de toses y un círculo naranja en los cristales esmerilados. Al fin, la ventanilla cuadriculó las altas torres del Pilar. Zaragozatraía el gozo de la primera Misa en marcha. Y de pronto, pasó el Maestro entre deformidades y camillas febriles. Hasta todos iba con su sencillo absceso humillante. La bajeza de la cruz se reiteraba entre carbonillas y sudores, pero nos gustó verle llegar sobre el fondo de una locomotora que decía del poder y de la fortaleza que Él aportaba ya a nuestras vidas. Palpándole así, trasvasado a aquellas arterias vacilantes, apropiándose con delectación de nuestra afrenta humana, todas las dudas se hacían claras como aquel sol que reverberaba sobre el Ebro. Dios pasaba de autor a objeto de aquella crucifixión, y las gentes del dolor estaban horrorosamente deformes como resultado de un fratricidio. El mundo volvía a salvarse por la compensación de la comunidad creyente. El reumático, por ejemplo, doblegaba sus espaldas al peso de un hombre que se había alzado en rebeldía contra Dios: a Sebastián, bien podían tenerle así las eminencias grises que en cualquier Ateneo del mundo negaban la realidad del Creador; al bebé del otro vagón le clavaba en el moisés el anticonceptivo de quien sabe qué matrimonio egoísta, y Pili tosía en la madrugada por la maledicencia de una vecina o por el cotilleo de un grupo de chicas bien. El equilibrio estaba allí. Cristocontrabalanceándolo con dolor en aquellas trescientas criaturas designadas.

Una luz junto al Gave

Tal vez hasta ahora haya insistido demasiado en la línea de lo abrumador de Lourdes. Lo hago por lo que para mí supone el experimento, de lección más o menos pronto asimilable; pero si a aquellas horas hubiera que dar una palabra tónica sería la de laEsperanza en los "pasivos" y la de la Caridad, una caridad verdaderamente carismática, en los que velaban junto a los que padecíamos: las chicas de "Salus" y las monjas, los Hermanos y los Páter, los muchachos de la Cruz Roja y las Hermandades del Trabajo. Antes de entrar en Francia, el tren era ya un hecho pentecostal.

También hubo allí la satisfacción de una amistad trabada y la delicia del paisaje francés, con sus prados verdeantes y los ríos con penachos de espuma. El Gave, vino, manso y premioso, a bordear para siempre la caravana de hierro.    Atardecía ya yLucía una vez más mi enfermera, nos anunció la meta de nuestro peregrinar:

     -La Gruta. ¡Allí junto a la luz amarilla! ¡Y la Virgen! ¡Aquella figura blanca!

Sobre la línea verdiblanca del río, una luz de oro nos perfilaba a María de Lourdes, el Lirio florecido sobre la roca. Los bronquios perforados de las chicas de Valdelatas redondearon el Ave.
Luego vino la sorpresa del "brancadiers", el camillero lourdano que, en el autobús nos situaba entre rezos de Ave María. Junto a él, la primera lección de universidad: su salutación en latín y la respuesta en francés, alemán, castellano, irlandés...

Luz y canción

Junto al Hospital se nos antepuso una línea dilatada que brillaba en la noche; la procesión de las antorchas. Recogida del velario de la Gruta, la llama se había ido ensanchando hasta hacer de Lourdes una inmensa oblación ardiente. Las luminarias y el Ave son como los símbolos sensibles de la sobrenaturalidad de Lourdes. Desde el ascua menuda hasta la candela gigante que cuadruplica al cirio pascual, minuto a minuto ahúman la Gruta las infinitas hogueras en las que se personaliza una fe. Yo no he podido resistirme a este consuelo de una presencia prolongada junto a la roca que rezuma.

Creo que no hay un segundo de Lourdes que no tenga su vibrante eco mariano. El "brancadiers" le reza en el autobús, en las piscinas y en los paréntesis que impone la espera. El carillón le canta cada quince minutos. En el amanecer, los carritos van a la Gruta sobre un diálogo suplicante de enfermo y asistente. Y ya en la noche, cuando los párpados caen para el sueño, por las avenidas estalla un grito colectivo de piropos virginales.

Oración bajo el rosal

La noche, entre el cansancio y la ansiedad del encuentro, se prolonga interminable. En el extremo de la sala un hombre, con úlcera: -"Señor: yo te ofrezco estas angustias por las ofensas que te hacen en la Eucaristía". Una enfermera pasa un algodón mojado sobre sus labios resecos.- "¡Qué bueno eres! ¡Te dieron hiel y a mí me das agua!

Estalla el día por entre las frondas de la avenida. El camino de la Gruta es una hilera sin término de dolientes sobre ruedas. De vez en cuando, maternalmente, una enfermera cruza con un niño inválido entre sus brazos. Su llanto pone una intensidad patética en la procesión del sufrimiento. Y al fin, la Gruta y la eclosión de los sentimientos remansados. Cristo-Pan viene después a cada enfermo. Los ojos se cierran entre una blandura líquida. Al abrirlos, hay sobre el espejo retrovisor unas líneas húmedas paralelas. ¿Llueve? No; en lo alto, el cielo azul clarea. Los labios prominentes de un obispo negro besan el ara. De rodillas, una mujer de ojos oblicuos abre sus brazos expiatorios. La Misa ha concluido y empieza la evacuación de impedidos. Para nosotros es la hora añorada de la aproximación. Avanzamos y al fin podemos situarnos sobre una lápida que testifica el sitio de Bernardette en la última aparición. Siguen dos horas de una emocionante intimidad. Cuando mi pobre oración deletrea el nombre de los que quiero, tengo en las manos un rosario empapado en el agua que rezuma de la roca.

Infanta y primera comunión
    Al regreso, caminamos al lado de una niña impedida que acaba de hacer su primera comunión. Viste de blanco y la cubierta que la protege le da un aire anticipado de santa hornacina. Más abajo, con el intacto uniforme de "Salus Infirmorum", una muchacha joven, que tiene un no sé qué indeterminado en la mirada, conduce el carrito de un chavalín. Lo empuja con tenacidad, mientras una mano tantea el respaldo precedente. Mercedes, su compañera y nuestra amiga aclara:
      -"Es la Infanta Margarita, ciega de nacimiento. Viene al cuidado de los niños".
  
Agua, agua y más agua

La tarde tiene un sello de confrontación milagrosa. Para el justo deseo de la curación física. Lourdes ofrece ahora dos oportunidades: el baño en las piscinas y la procesión del Santísimo.
La Fuente está ya envuelta como por un aire de evidencias evangélicas. En lo alto, campea la frase lapidaria de las apariciones: "Ve a la fuente y lávate". Los labios no se cansan de esta transparencia insaciable. Los dedos de mi enfermera van pasando, dulcemente, sobre cada uno atrofiado. Al llegar a los párpados los roza con el tacto seguro de un "Ephetta" antiguo. Ya estamos de lleno bajo el imperio taumatúrgico de las aguas. Día y noche, el líquido opera su milagro incesante. Sin detenerse en la resurrección espectacular -la agonizante de Atocha volverá comiendo bocadillos- abruman los prodigios incesantes del agua. Las enfermedades tienen ante ella una impresionante suspensión contagiosa. Seiscientos enfermos -tuberculosos, poliomielíticos, cancerosos...- han bebido una mañana del mismo vaso. El análisis no ha dado una naturaleza antibiótica ni aséptica, pero todas la operaciones acusan la presencia de infinitos microbios exterminados. En realidad se insiste poco sobre este milagro que forma parte de otro, para mí el más escalofriante, el de la suspensión de las prevenciones sanitarias. Al baño hemos ido en hora digestiva y la zambullida ha sido con temperatura de deshielos. Yo he estado cuarenta y ocho horas sin acostarme, cuando normalmente apenas soportaría unas doce.

UNA BENDICIÓN EN EXCLUSIVA

La explanada del Rosario, amplia, nos acoge generosamente para la bendición del Santísimo. La larga espera se hace apacible bajo los árboles. La plaza está limpia, sin mancilla, ribeteada por seiscientas criaturas que delinean una Hostia oferente.

Tras de la basílica, el cielo se hace redondo, con un subido color naranja, cuando Cristo llega a la diagonal. Cada cuatro dolientes Él descansa y traza una Cruz de Carne y Sangre. Yo, por corazonada, vivo el momento estelar de mi caminata. La petición está preparada como una lección infantil. El resultado apenas importa, pero, como en una chiquillada, el corazón se resiste a lo que no sea el regalo de una bendición personal. Traigo a Lourdes sólo este capricho de una cruz Eucarística sobre la frente. Y el Dios-Niño, el de las predilecciones infantiles, se planta ante mí y deja al Obispo que le lleve en el aire por todo el signo santificado de la ignominia. En ese momento sé que está allí, apenas le veo porque mis ojos -nuestros ojos- manan ahora con el mismo ímpetu bravio del Gave. Los abro y mi vecino, el alemán, sigue con su silencio tajante y su fervor. A la izquierda, la anciana cordobesa calla también y apenas recuerda la charla incesante de hace un rato. Alguien me ha preguntado que si pedí en Lourdes mi curación. Lo hice entonces, porque hubiera sido egoísta sustraerse a tanto dolor en los que me rodean. De todas formas, lo esencial se operó allí, en aquella explanada del Rosario.

El regalo de la ternura

La madrugada última llovía sobre la planicie que hay bajo el rosal de la Virgen, pero estábamos allí. Tras el minuto de la conformidad, llegaba la mañana de la ternura. El cielo era un llanto de Ella anticipado. Bajo la dulzura fluyente de los ojos benditos sólo cabía un gesto de correspondencia. Ahora puedo asegurar que aquella mañana la Virgen se enriqueció con los trescientos cheques en blanco del tren de la Esperanza.

A la vuelta ya sobre ruedas, nos regaló una nueva delicadeza: su silueta, que sonríe ampliamente, escandalosamente, desde la otra orilla del Gave. ¿Puede extrañar así el gozo del regreso y aquel corear la hermosa polifonía de los Hermanos de San Juan de Dios? Lourdes, capital del milagro.
Mayo, 1958. Cruzada,
órgano de los Jóvenes de Acción Católica de Linares
B
eato Manuel Lozano Garrido, 10/02/2012